Una de las principales agencias internacionales calificadoras de riesgo acaba de otorgarle a Perú la calificación de "grado de inversión", lo cual significa que este país cuenta con la solvencia necesaria para garantizar el cumplimiento de sus deudas. Se trata de una gran noticia para la región, en la que aparece, consolidado, un nuevo vértice de dinamismo para la actividad económica.
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Esa calificación, que pone a Perú a la par de Chile y México -los dos únicos países de la región que ya la habían alcanzado-, hace al país más atractivo para los inversores, tanto externos como internos. Brasil y Colombia estarían en camino de obtener, relativamente pronto, igual categoría.
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La Argentina sigue, en cambio, muy lejos de ella y sin poder recurrir con normalidad a los mercados internacionales de crédito, por no haber resuelto correctamente el problema de la deuda externa, que aún pende sobre nuestros hombros y limita significativamente nuestras posibilidades de crecimiento.
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La economía peruana -abierta, dinámica y de mercado- luce llamativamente sólida. Hace nada menos que nueve años consecutivos que crece sostenidamente. El año pasado lo hizo a un ritmo del 9 por ciento de su PBI, guarismo que ha crecido hasta superar el 10 por ciento en enero último. Para este año, considerando las restricciones externas que provocan los remezones en el mercado internacional de crédito, la administración de Alan García proyecta una saludable tasa del 7 por ciento.
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En 2006 Perú tuvo claramente una opción. Elegir una involución estatizante y populista o mantenerse en el camino económico de apertura que había comenzado a transitar en los 90, ratificando su apuesta a la economía de mercado. Eligió, como es notorio, el segundo camino, desechando la paralizante hipoteca ideológica que nuevamente lo amenazaba y que suponía retornar a los años 70. Apostó así, con éxito, a la inversión privada.
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Siguiendo el modelo chileno, de apertura, el presidente peruano, Alan García, acaba de regresar de una exitosa gira por China y Japón. Como consecuencia de ella, ahora avanzan las negociaciones con China para la suscripción de un tratado de libre comercio, asumiendo el desafío de la globalización.
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Perú ha devuelto a los productores de campo los ingresos que les habían sido confiscados y el sector ha vuelto a crecer con gran fuerza, especialmente en el noroeste del país, la zona azucarera por excelencia, sacudiendo la anestesia en que lo había sumido el estatismo, incluyendo el impacto demoledor de una reforma agraria que culminó en un fracaso descomunal, sembrando miseria y destruyendo riqueza.
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Perú ha terminado también con el mito de que las economías abiertas desindustrializan y desnacionalizan, generando un nuevo perfil industrial en el que se destaca la pequeña y la mediana empresa, en sectores tan distintos como el metalmecánico, en la pujante Infantas; el textil; el informático, en el notable "cluster" urbano de Wilson, o la química básica. En el camino se deshizo de los conocidos privilegios prebendarios y rentistas que la agotaban.
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El acento de la gestión debe ahora incluir el mejoramiento de la distribución de los ingresos para que todos compartan más equitativamente los frutos del éxito. Pero puede hacerlo a partir de la creación vigorosa de riqueza y no de la distribución de la ya disponible, alternativa que, según enseña la historia, infecta de anemia al aparato productivo todo.
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Perú parece haber recuperado el optimismo y la fe en sus propias fuerzas. Está reduciendo gradualmente desigualdades, haciendo crecer el consumo, fortaleciendo una nueva clase media y generando una notable revolución exportadora. No es poco y debería ser imitado.
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